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"Cuentos chilenos de fantasía" o papeles viejos, costumbres nuevas.

La escritura es un acto de intimidad. La lectura, una relación. Que funcione o no el asunto depende de sentimientos antes que cualquier cosa; pero también de tensiones, presupuestos, sospechas, interpretar lo que el otro quizo decir, poner palabras en la boca ajena: esos vicios que son humanos antes que del lenguaje. La edición, desde ahí, afecta una intimidad.
    
    Para mi, debe apuntar al texto —las palabras pronunciadas, lo escrito, la caricia o el insulto, la relación— antes que a la escritura —esa intimidad que de usar las propias palabras—. Que de Benjamin o Adorno a Barthes o Derrida, incluso de Spivak y su subalterno, la salvación, revolución o redención siempre está en el sujeto capaz de hallar la propia voz, el propio camino, la propia salida (esa salida infinita incluso, desde Deleuze). Ser capaz de decir, no es más que darse de cara con aquello que a veces se llama con el nombre propio (ay de los sadianos, borgeanos y kafkianos), pero semejante a escuchar un amigo hablar en una multitud y sentir «esa voz la conozco, esa voz la diferencio, esa voz no se repite: esa voz me está llamando o me llamó alguna vez».

    Pero más allá de tanta teoría, mi asunto comienza cuándo reviso papeles viejos y reflexiono de mi escritura —sepan disculpar el ego—. Lo primero que publiqué fue un cuento de fantasía, tenía 16 años y nada se pierde al participar de una Antología con un cuento que preparaste dos días y fue un impulso. Un cuento sincero. El ebook salió en su momento y sigue aquí, en internet. Pero cada vez que leí la colección, me salté de ese cuento, por algo de pudor, por el error de creer que visitando los lugares ya conocidos siempre encontrarás lo mismo. Pero cuándo uno vive lejos por un tiempo aprende que los edificios crecen, el aire te toca distinto, la gente se remodela, e incluso nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

    Y me encontré con un cuento que lo sabía mío pero tenía algo dentro, como cuándo ves a un ser querido y sabes que alguien le dijo que tú dijiste y ya es tarde para aclarar «no le creas, son mentiras, yo nunca quise dije eso de ti». Que alguien escribió tu escritura y habló por ti.

    Ahora, siendo editado y habiendo revisado algunas escrituras ajenas, creo que esa edición es un atentado a la intimidad. Quizás sea como cuándo por primera vez pisas Buenos Aires y alguien desconocido te saluda de beso en la mejilla —oye, hueón, qué onda—; no hay intensión que averiguar, si no un asunto de parámetros y cultura. Digo, para ahorrarme la sospecha pasado tanto tiempo. Pero como dije, esos son vicios, y como tales, se pueden cambiar.

    Y es que la edición debe trabajar el texto y respetar la escritura. Que si anotaste mal la cuenta es problema de tu jefe, pero si te organizaste asociando cada suma al ritmo de una canción es tema tuyo: es tu trabajo, al fin y al cabo. Preocuparse de esa ortografía que se le escapa a los dedos pero no del sentimiento en la palabra —que "fuego" e "incendio" son distintas y la belleza de cada una está en lo que no dice frente a la otra—. Y si hablamos de sentimiento, vale agregar también el sentido. Se complica cuándo uno piensa la puntuación, que tiene esa convención en los manuales insufribles pero su función para cada sufrimiento: hay un ritmo en lo que se dice tanto como una relación, y esas marcas son respiraciones, miedos y sorpresas —relaciones entre las palabras— antes que interjecciones y «la RAE dice qué».

    Entonces, el editor es como un confidente que te da un consejo y acaso, tiene una radio con la que te da instrucciones. Pero actúa sobre tu experiencia en el mundo, a partir de ella, no a costa de ella con la arrogancia del que cree que podría haberlo hecho mejor, sino sabiendo que es en la reunión y el consejo, el trabajo de ambos, donde se llega a las palabras justa, el ritmo que el texto querría, la puntuación que dará justicia entre tanta norma marchita.
 


Que sensible es el área esta de la escritura, ¿no?



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